¿Está cambiando la tecnología digital nuestra forma de pensar?

Antes de repasar que dicen los expertos y por qué lo dicen, parece que todos contestaríamos que, por supuesto, la tecnología digital que usamos todos los días y sin la que nuestra rutina diaria sería bien diferente, no sólo influye en nuestros procesos mentales, sino que modifica nuestra forma de ver el mundo, al igual que lo hicieron los mapas, los libros o los trenes. La pregunta entonces no es si esa tecnología está variando nuestra forma de pensar, sino por qué lo está haciendo, y si los cambios que está produciendo son diferentes a los que ocasionaron otras tecnologías anteriores.

Está claro que cada avance técnico que se generaliza, cambia en mayor o menor proporción nuestra percepción de la realidad, ya que la manera en que hacemos las cosas varía, aunque sea imperceptiblemente, y eso inevitablemente modifica nuestra forma de relacionarnos con el mundo. Sólo podemos suponer el cataclismo cultural que significó aprender a encender fuego, la construcción de las primeras embarcaciones, o el desarrollo de la agricultura. Pero las técnicas necesarias para hacer esas cosas, aunque sin duda cambiaron la manera en que los hombres nos relacionábamos con nuestro medio ambiente y nuestro patrimonio simbólico -sólo hay que atender a los mitos que se forjaron en torno a ellas-, se mueven en el terreno del ‘saber como’, es decir, saber como hacer una cosa, que bien transforma el mundo y nuestra visión de él accidentalmente, pero no son medios de mirar el mundo, de conocerlo, no buscan mirar directamente a lo que hay y apresarlo para poder comprenderlo. Son los conocimientos que buscan este último objetivo los que organizan en mayor medida nuestra manera de ver la realidad y pensarla. En ese sentido, un ejemplo perfecto es la cartografía. Esta disciplina quiere describir lo que hay, pero sabiendo que esa descripción es falsa; es una traslación de su objeto de estudio, una visión deformada plasmada en forma de plano -puesto que la tierra es elipsoide-, pero necesaria para lograr su objetivo. Este conocimiento se plantea como útil, pero por un proceso de naturalización, que se justifica en la invisibilidad en el mapa final de los procesos que implica cartografiar, puede llegar a entenderse como verdadero: el consabido problema de confundir el mapa con el territorio, el modelo con la realidad. En este sentido la tecnología digital es similar, pero incluso más compleja, ya que sirve para ‘conocer las cosas’, pero también para ‘hacer cosas’ y, a la vez, en cierto sentido, es ciencia en sí misma, la ciencia computacional.

Todos esos elementos son los que pone en juego David M. Berry en su obra The Philosophy of Software (Palgrave, 2011), y los que voy a tener en cuenta para intentar responder a las preguntas que antes he planteado. Más allá de textos tan conocidos sobre el tema como Superficiales (Taurus, 21011) de Nicholas Carr (que confieso no haber leído todavía), Berry (profesor en la Universidad de Sussex, y creo que sin traducir al castellano, de momento) aborda la cuestión desde la filosofía y, concretamente, desde la fenomenología de Heidegger. Parte de la cabal idea de que existe una relación específica entre el uso de la tecnología digital y nuestra experiencia del mundo, mucho más flexible que la que ha venido a entender cierto tipo de determinismo tecnológico, que comprende que el desarrollo de la tecnología sigue una lógica inalterable que condiciona el devenir histórico y cultural, y contra la cual resulta infructuoso luchar. Así, Berry piensa que la tecnología condiciona el mundo de una manera más dúctil, estableciendo límites y ejerciendo presiones, puesto que actúa como plataforma, pero no como fuerza determinante. Es decir, se erige como marco -plataforma- dentro del cual, entiendo, son posibles infinitas combinaciones y desarrollos de sus términos, e incluso rupturas y actuaciones fuera del marco, que posteriormente pueden penetrar en él. De esta forma, al igual que pasaba con las prácticas cartográficas, la tecnología digital tiende a volverse invisible, puesto que el espectro de lo digital cada vez funciona en mayor medida como medioambiente concreto donde desarrollamos nuestras prácticas cotidianas, por lo que tendemos a darlo por supuesto, a desproblematizarlo. Hasta aquí todo normal, el problema se plantea cuando empezamos a darnos cuenta de que estamos delegando procesos cognitivos complejos en sistemas computacionales, y por ello estamos perdiendo capacidades. Por supuesto, esta crítica no es nueva, ya Platón hablaba de la escritura como forma de olvido, pero parece que la cuestión se vuelve más preocupante cuando la cantidad de procesos delegados se acelera considerablemente con la irrupción de los dispositivos digitales. Eso por una parte, pero además Berry aduce que la mediación de esos dispositivos entre el hombre y su visión de la realidad, le lleva a tener que pensar de forma computacional, transformando al usuario en objeto de la tecnología digital, frente a la condición de sujeto que tiene respecto de la tecnología no digital. La estructura cognitiva de la que nos provee lo digital para acceder y comprender el mundo, nos esclaviza en cierta medida (no quería utilizar este término tan alarmista, pero no se me ocurre uno mejor), puesto que en vez de situarnos como operarios de la misma en busca de un resultado, nos obliga a formar parte de su mecanismo de acción, a ejecutar nosotros predeterminada una acción dentro de la cadena de ellas que forman esa estructura. Simplificando: si tenemos que pensar de una determinada manera -computacionalmente- para lograr la mayoría de objetivos que nos planteamos en nuestra rutina diaria, ¿dónde queda nuestra propia gobernanza? ¿No supone eso una pérdida de libertad psicológica?

Para contestar a esas cuestiones, Berry atiende a la ya mencionada distinción, que recoge del pensamiento de Heidegger, entre el ‘saber que’ y el ‘saber como’. El campo de la primera forma de saber es el de la ciencia, y el de la segunda el de la técnica -si bien, la ciencia necesita del ‘saber como’ para realizar sus análisis-. La ciencia, en su búsqueda de conocimiento, apuesta por individualizar las cosas para saber que son, dividir el mundo que el hombre percibe como un continuo en elementos discretos -contables, por lo tanto-, y por eso tiende a la cuantificación. De esta forma, la ciencia computacional necesita también de esa individuación; funciona con elementos discretos que gozan de gran facilidad para modularizarse y así poder acoplarse. El código binario sobre el que se asientan los elementos computacionales, no son más que ceros y unos que se organizan y reorganizan guiados por algoritmos, para así componer los objetos digitales. Pero la ciencia computacional es singular en el sentido en que es una ciencia práctica, es decir, necesita conocer su materia de estudio, lo computable, pero su objetivo final es ejecutar acciones sobre esos objetos computables. Por supuesto, no es la única ciencia práctica, la medicina o la psicología también lo son, curiosamente aquellas ciencias que Foucault identificó como algunas de las más eficaces para ejercer el control social de una manera velada. De todas formas, la computación es diferente a éstas últimas desde una perspectiva concreta, que hace más visible la necesidad de variar la forma en que pensamos cuando la utilizamos, puesto que lo digital en su conjunto, el software -pero también el hardware-, que es al fin y al cabo el que gobierna las operaciones de los dispositivos digitales, está en continuo cambio, en permanente estado beta. Como explica Lev Manovich en El software toma el mando (UOCPress, 2013), éste es por naturaleza experimental, está diseñado para ser continuamente desarrollado, lo que explica, en parte su triunfo cultural. Es razonable que una sociedad que necesita nuevos productos para consumir continuamente, reciba con los brazos abiertos una tecnología fácil de modificar y rápida de desarrollar, y además modular, por lo que permite añadir módulos -o programas- que ejecutan fiablemente determinadas acciones a un proyecto mayor. Pero a la vez y, concretamente, debido a su inestabilidad e imprevisibilidad, al contrario que otras herramientas, el software no puede desdibujarse del primer plano de la experiencia, por lo que, puesto que no tiene tiempo de adaptarse a la realidad, intenta modificar nuestra forma de percibirla para que sea nuestro razonamiento el que se ajuste a los principios computacionales (discrección, modularidad, cuantitatividad, etcétera), y así también lo haga la manera en que vemos y experimentamos el mundo.

Para explicar por qué el software impone su lógica, Berry recurre de nuevo a Heidegger, éste menciona la capacidad de otras herramientas, como un martillo, para desdibujarse del primer plano de la existencia, lo que permite asumir la condición de sujeto -libre y responsable- cuando lo utilizamos. El martillo ha mantenido su funcionalidad a lo largo de los siglos, por lo que el hombre ha tenido tiempo para asimilar su funcionamiento. Los cambios que se han producido en el diseño de los martillos son tan sutiles que no afectan a la forma en que se utilizan. Así, la lógica del uso del martillo se difumina en la tarea general en que ese uso se inserta, por ejemplo, en la carpintería, y cuando lo usamos nos concentramos en la actividad global, no en el funcionamiento concreto de esta herramienta, algo que resulta imposible con los dispositivos digitales. Estos siempre requieren atención a la lógica de su manejo, ya que ésta se renueva rápidamente y, además, es bastante más compleja, por lo que no podemos extraer conclusiones certeras de la forma en que se utilizan observando su funcionamiento. Todo ello hace que el individuo tenga que pensar computacionalmente para hacer uso de los dispositivos digitales; que tenga que asumir cierta lógica para descifrar como funciona la tecnología que está utilizando, sin poder distanciarse de la misma para poder observar -digámoslo así- la tarea global en la que se insertan las acciones que está ejecutando, renunciando, por lo tanto, a su posición de sujeto que las gobierna. De esta forma, puesto que la realidad completa circula actualmente a través de la tecnología en su versión computerizada, esa visión de la realidad -la que implica lo computacional- tiende a imponerse frente a otras visiones del mundo posibles.

Resumiendo, Berry, entre otros, piensa que los dispositivos digitales nos hacen delegar capacidades cognitivas importantes, tales como la orientación o la memoria, en sistemas computacionales complejos, lo que se traduce en cierta pérdida de capacidades. La cuestión entonces sería estudiar si esa dejación de nuestras facultades puede causar cambios irreversibles y, también, en que medida esos cambios atienden a nuestra capacidad de adaptación compensándose con nuevas habilidades, las necesarias para ‘sobrevivir’ en el medioambiente digital. También considera, que el uso de esas tecnologías hace que cambiemos nuestra forma de pensar, asumiendo una racionalidad computacional por las razones que más arriba hemos visto. Esa racionalidad tiende a analizar el mundo desde una perspectiva cuantitativa, tal y como atestiguan las formas de análisis social y cultural que la computación está generando, formas utilísimas para el análisis social como la visualización de datos o la minería de datos, por lo que esto, inicialmente, no debería ser negativo. Lo preocupante es la tendencia a naturalizarse de esa racionalidad -y lo interesante sería ahondar en una explicación del porqué de esa tendencia, que abordase los aspectos políticos y económicos de la misma-, a ser considerada como la única y, por lo tanto, verdadera, es decir, no como una racionalidad o como una forma de organizar nuestra percepción, sino como la realidad misma, obstaculizando otras visiones del mundo, con lo que ello supondría: el desdeño por todo aquello que no atiende al número, la incapacidad para el análisis crítico del contenido o la desaparición de las disciplinas que no pueden atender al análisis cuantitativo.

Ácido y silicona. Contracultura y cultura digital

Diversos son los factores que se tienen en cuenta a la hora de hablar de la génesis de la llamada cultura digital, aquella mediatizada -que no determinada- por las tecnologías digitales; pero es la relación con los movimientos contraculturales surgidos en Estados Unidos en los años sesenta, y la forma en que influyeron a los hombres que trabajaban en el incipiente mercado de las computadoras personales, uno de los que necesita mayor atención, no por determinante, ya que, tal vez, la influencia hippie no fue tan necesaria como los desarrollos de la computación o la cibernética para entender la sociedad actual, pero sí por desconocimiento de sus términos. Parece que todo el mundo está al tanto, en menor o mayor medida, del pasado hippie del desaparecido Steve Jobs y otros visionarios de la computación, pero siempre es interesante repasar la -en principio paradójica- trayectoria que va desde la contracultura al liberalismo casi utópico de aquellos que han hecho posible la revolución que se asienta sobre el ordenador personal.

Si nos atenemos al significado del término, el prefijo ‘contra’ implica oposición, por lo que una contracultura sería una cultura que se opone a otra dada, es decir se define por oposición a la primera. Así, el movimiento social, político, cultural, etcétera, conocido como contracultura surge como respuesta, y en oposición, ante ciertos valores culturales no compartidos con la cultura dominante. Desde el punto de vista antropológico, tal vez sería mejor hablar de subcultura, puesto que los fenómenos que se han denominado como contraculturales surgen dentro de una cultura dada y con ella comparten ciertos rasgos -como no puede ser de otra manera-, aunque propongan cambiar otros. Así, una subcultura se compondría de una serie de modos de pensar y de actuar característicos, aún cuando los sujetos inmersos en ella compartan la cultura global de la sociedad, y en el caso de que tuviera intenciones contraculturales, buscaría empoderar esos rasgos que la caracterizan para sustituir los generalizados en la parcela cultural correspondiente a los mismos. De esta forma, como explica Denys Cuche: «los fenómenos denominados de contracultura en las sociedades modernas, como por ejemplo el movimiento hippie en los años sesenta y setenta, no son más que una forma de manipulación de la cultura global de referencia a la cual pretenden oponerse; juegan con su carácter problemático y heterogéneo. Lejos de debilitar el sistema cultural, contribuyen a su renovación y al desarrollo de una dinámica propia. Un movimiento de contracultura no produce una cultura alternativa a la cultura que denuncia. Una contracultura no es jamás, en definitiva, más que una subcultura» (2002, p. 59).

Esta perspectiva nos servirá para entender como ciertos valores de la llamada contracultura se han incorporado a la actual cultura digital, renovando y dinamizando, efectivamente, determinadas parcelas culturales.

A finales de la década de los sesenta del pasado siglo, San Francisco se convirtió en el centro de la contracultura, un fenómeno inicialmente de caracter juvenil. En las décadas de los cuarenta y los cincuenta, Estados Unidos experimentó lo que se conoció como babyboom, que hizo que a finales de los sesenta la población joven del país se viera acrecentada; además, por primera vez los jóvenes disponían de dinero para gastar, puesto que la postguerra en USA, Reino Unido y otros países avanzados, supuso un periodo de tremenda bonanza económica. Así, ya en la década de los cincuenta fue testigo del surgimiento de una cultura netamente juvenil, inicialmente, de carácter popular y comercial, basada en la moda y en la música. Pero a finales de los sesenta el poder cultural de los jóvenes era tan potente que desarrollaron una cultura propia; en los términos antes manejados, una subcultura juvenil. Ésta se posiciona como contracultura porque reacciona ante los posicionamientos de la generación anterior: antimilitarismo frente al conflicto en Vietnam, antirracismo frente a la situación de marginación de las minorías étnicas, ecologismo ante los problemas ocasionados por la explotación industrial del medio ambiente, etcétera. Esos posicionamientos cristalizaron en movimientos sociales que en muchos casos llegaron a calar hondo, produciendo profundos cambios en las sociedades democráticas occidentales. Movimientos tales como el feminista, el ecologista, los radicalismos raciales -como los Black Panthers en Estados Unidos-, o el movimiento por los derechos civiles, lograron cambiar percepciones culturales, políticas y legales, dinamizando muchos aspectos culturales y sociales.

Un poco antes, en Silicon Valley, muy cerca de San Francisco, se asentaron, por cercanía con la Universidad de Stanford, de donde provenían muchos de los técnicos, las primeras industrias que empezaron a desarrollar la tecnología de transistores y microprocesadores que reclamaban los ingenieros que estaban trabajando en la construcción de computadoras, todavía con fines militares y gubernamentales. La cercanía geográfica entre los circulos contraculturales y las empresas de tecnología computacional fue así, casual. Inicialmente el ambiente de las empresas de componentes electrónicos era similar al de la industria militar, todavía muy alejado, por tanto, de la forma de vida que promulgaban aquellos sumergidos en la contracultura y la cultura hippie, que rechazaba la tecnología y abogaba por un estilo de vida cercano a la naturaleza. Pero los jóvenes que fundaron esas empresas, influenciados por el espíritu aventurero e inconformista de Leland Stanford, el fundador de la Universidad de Stanford, se vieron rápidamente seducidos por el pensamiento contracultural imperante en San Francisco, incorporándolo a su bagaje cultural, hasta ahora forjado por las teorías cibernéticas y computacionales, y el capitalismo emprendedor. En Silicon Valley calaron tanto las teorías sobre cibernética y la teoría de sistemas de Wiener y Ashby, o los trabajos acerca de Inteligencia Artificial, como el ecologísmo y las religiones orientales. Como explica Charlie Gere: «The counter-culture and technological-oriented entrepreneurial capitalism represented different inflections of the frontier spirit that had enabled Leland Stanford to make the fortune that founded Stanford University. This fortuitous proximity of acid and silicon brought together new technology and counter-cultural thinking and created the circumstances that produced the Personal Computer and by extension much of current digital culture» (2008, p. 123).

Así, según Gere, es este caldo de cultivo el que propició el espíritu apropiado -una mezcla entre indagación tecnológica, individualismo, capitalismo y experimentación- para el desarrollo del ordenador personal y, por ende, de toda la industria de la tecnología digital. En el mismo sentido, John Markoff en su libro acerca de la convergencia entre la contracultura y el mercado de los ordenadores personales, considera que la idea de la computadora personal ya estaba en el aire a finales de los sesenta en San Francisco, sólo era necesario alguien que tuviera los conocimientos para llevarla a cabo: «personal computing, the notion that one person should control all of the functions of a computer and that the machine would in turn respond as an idea amplifier. By the late 1960s, that idea was already in the air on the San Francisco Midpeninsula» (2005, p. 8).

Un ejemplo de como los intereses de Silicon Valley y la contracultura se entrecruzaban, se puede encontrar en una de las publicaciones más importantes de la contracultura californiana, el Whole Earth Catalog, cuyo primer número lleva el esclarecedor título de Acces to Tools, acceso a las herramientas. Esta publicación tenía como objetivo proporcionar a sus lectores las herramientas necesarias para desarrollar un estilo de vida autosuficiente, con el fin de lograr uno de los grandes objetivos de la contracultura, la autorrealización al margen de la cultura comercial y de las instituciones públicas. Su editor, Steward Brand, tenía mucho interés en las posibilidades que la tecnología proporcionaba para cumplir ese objetivo, y no tardó en abordar las teorías cibernéticas y computacionales en la revista, así como los avances en cuanto al desarrollo y comercialización de las primeras computadoras personales. Para Brand, los ordenadores eran una herramienta especialmente potente dentro de las que trataba su catálogo -tales como libros, mapas, herramientas de jardín, herramientas de carpintería, y todo aquello que pudiera interesar a quienes querían autogestionar todos los aspectos de su vida-. Así, si bien parte de la contracultura promovía el retorno a la naturaleza y la autogestión al margen de la tecnología, otra trazó, rápidamente, la conexión entre la autorealización personal, la expansión de la mente y las posibilidades que las tecnologías digitales ofrecían.

El impacto del Whole Earth Catalog fue tremendo entre los pioneros de Silicon Valley. Tanto es así, que Steve Jobs finalizó su recordado discurso en la ceremonia de graduación de 2005 de la Universidad de Stanford, mencionando como la revista fue el equivalente para su generación de lo que Google significa en la actualidad, la herramienta que les proporcionó aquella información necesaria para construirse de la manera en que querían: «When I was young, there was an amazing publication called The Whole Earth Catalog, which was one of the bibles of my generation. It was created by a fellow named Stewart Brand not far from here in Menlo Park, and he brought it to life with his poetic touch. This was in the late 1960’s, before personal computers and desktop publishing, so it was all made with typewriters, scissors, and polaroid cameras. It was sort of like Google in paperback form, 35 years before Google came along: it was idealistic, and overflowing with neat tools and great notions. Stewart and his team put out several issues of The Whole Earth Catalog, and then when it had run its course, they put out a final issue. It was the mid-1970s, and I was your age. On the back cover of their final issue was a photograph of an early morning country road, the kind you might find yourself hitchhiking on if you were so adventurous. Beneath it were the words: Stay Hungry. Stay Foolish. It was their farewell message as they signed off. Stay Hungry. Stay Foolish. And I have always wished that for myself. And now, as you graduate to begin anew, I wish that for you» (Steve Jobs: 2005, http://news.stanford.edu/news/2005/june15/jobs-061505.html)

Así, el Whole Earth Catalog ayudó a dar forma a la visión de una generación entera, que también empezó a creer que la tecnología podía ser usada al servicio de objetivos políticos. En este momento todavía el ala radicalmente izquierdista de la contracultura, aquella que se integró en lo que se conocería como New Left -la nueva izquierda-, cercana, inicialmente, al antiestatismo y al socialismo libertario, coincidía en objetivos y posicionamientos con aquellos que más adelante se relacionarían con los sectores tecnológicos, de cariz individualista y libertario, y en su creencia en el poder emancipatorio de las tecnologías. Marxistas, antiestatistas, feministas, comunitaristas y otros grupos radicalizados políticamente, convivían con ingenieros, músicos, psicólogos, sectarios esotéricos y gurús psicodélicos, compartiendo una difusa filosofía que sí tenía un punto en común, la experimentación con la identidad y la búsqueda de un yo propio.

Por supuesto, la conexión entre los fines que la gente involucrada en la contracultura buscaba conseguir con el uso de drogas psicodélicas -la expansión de la mente-, y las teorías sobre inteligencia artificial y cibernética, no tardó en realizarse. Como mencionaba Gere, la silicona corría ya al encuentro del ácido. La cibernética y la IA proponían crear máquinas que incrementaran el poder de la mente humana o, incluso, simularla, y así, aquellos que trabajaban en Silicon Valley buscaron desarrollar computadoras lo suficientemente pequeñas y económicas para que cualquiera pudiera beneficiarse de su potencial, aumentando su capacidad para la autorrealización, expandiendo sus capacidades, en cierto sentido, tanto individualmente como mediante la integración en grupos de interés con objetivos similares; la idea de la inteligencia colectiva como mecanismo de expansión de la mente humana revoloteaba ya en el pensamiento contracultural. Así, los tres pilares de la filosofía de Silicon Valley -el interés por los sistemas complejos, la inteligencia artificial y la computación, el espíritu emprendedor y la búsqueda de la libertad personal y la autorrealización- se muestran, ya, muy cercanos.

De esta forma, la contracultura no sólo fue importante a la hora de abrir un espacio en que el ordenador personal pudiera ser desarrollado, también puso las bases para las futuras comunidades de libre intercambio en internet. En 1968 casi diez millones de personas vivían en comunas en Estados Unidos; pero, si bien, el espíritu de autogestión de estas comunidades caló profundamente en muchos activistas de los años sesenta, fueron los grupos de intercambio de información que se formaron alrededor de las publicaciones contraculturales, como The Whole Earth Catalog, los que se pueden considerar como predecesores de las comunidades en internet. En su afán por informar de las herramienta necesarias para gestionar independientemente sus vidas, los editores de esas publicaciones animaban a todo aquel que pudiera aportar información valiosa sobre los temas tratados a ponerse en contacto a través de las revistas, o directamente con aquellos que necesitaban un dato concreto, generando así verdaderas comunidades de intercambio de información en las que los participantes se involucraban como un anexo importantísimo a su forma de vida. Tanto es así, que ya en 1973 surge el Berckley’s Community Memory, un experimento que buscaba usar la tecnología para crear comunidades en red de libre intercambio de ideas. La tecnología digital se muestra ya como el aliado perfecto para ampliar la conciencia humana; su capacidad de almacenar, procesar y transmitir información, de comunicarse, al fin y al cabo, más allá de las tecnologías analógicas existentes, fue lo que supuso que en los siguientes años el interés por desarrollarla se mostrara imparable.

Esto explica como en los setenta se generalizó la idea de que las computadoras podían ser de gran ayuda para mejorar la vida de las personas. Los avances de la industria de la computación personal fueron tremendos a lo largo de la década. En 1975 se empezaron a realizar las primeras reuniones de personas interesadas en el mundo de las computadoras fuera de los ambientes militares y gubernamentales, los llamados Homebrew Clubs, donde ingenieros, entusiastas de la electrónica y aficionados con formación técnica, se reunían para intercambiar información sobre programas, partes de circuitos y trucos para la construcción de computadoras caseras. Así, la idea de poseer un ordenador propio, empezó a parecer plausible para muchos ingenieros y diletantes, que pusieron su empeño en desarrollar los primeros modelos caseros, los cuales, muchas veces, tan sólo podían ejecutar una acción. La importancia de estos clubs fue, de esta manera, capital para el desarrollo de la industria de la computación. Por las reuniones del Homebrew Computer Club de Silicon Valley pasaron muchos de los futuros fundadores de compañías de microcomputadoras y desarrolladores de software informático: Steve Wozniak de Apple Inc, Harry Garland y Roger Melen de Cromemco, Adam Osborne de Osborne Computer, Li-Chen Wang, creador del software Palo Alto Tiny Basic o Jerry Lawson, inventor del primer sistema de videojuegos basado en cartuchos. Además, el boletín de información del club fue determinante, también, en la formación de la cultura de Silicon Valley, ayudando a propagar la idea del ordenador personal, y publicando los esquemas de los kits de las primeras microcomputadoras. De esta forma, en 1975 se ponen a la venta los kits para armar uno de los primeros ordenadores personales, el Altair 8800, y en 1976 el primer ordenador Apple, el Apple I, todavía muy rudimentario, empieza a producirse en tiradas muy bajas. En 1977 la segunda versión del Apple, el Apple II, supone ya la producción masiva de un ordenador personal, e incorpora una primeriza versión de un sistema operativo programado en el lenguaje BASIC, así como, gráficos en color. El principio de la década de los ochenta será testigo de la comercialización de la microcomputadora PC de IBM; y en 1984 Apple lanza ya el Macinstosh y Microsoft el sistema operativo Windows, configurando los estándares comerciales de la industria de la microcomputación hasta nuestros días.

En los años ochenta, la contracultura -o lo que quedaba de ella- abraza la tecnología con entusiasmo, y se entrelaza con los hackers que venían de los laboratorios computacionales de las universidades americanas, y que conformaron una subcultura propia. Incluso Timothy Leary, psicólogo promotor de los usos terapéuticos de las drogas psicodélicas, llegó a decir que los ordenadores personales eran el LSD de los años noventa. Pero no sólo las tecnologías digitales fueron aceptadas en el seno de lo que parecía una renqueante y fraccionada escena contracultural; concepciones propias de la era neoliberal, tales como el anarcocapitalismo, los nihilismos postmodernos, el libertarismo o las corrientes New Age, sintonizaron con el afán, aun patente, de autorrealización y autoorganización propios de la contracultura. Así, publicaciones influyentes en el underground como High Frontiers -que más tarde mutó en Reality Hackers, y luego en Mondo 2000, tratando de lleno el movimiento ciberpunk, temas relacionados con la realidad virtual y las drogas inteligentes, aquellas que potencian la capacidad cognitiva, la memoria o la concentración- mezclaron con humor el libertarismo, las tecnologías digitales, el anarcocapitalismo y la filosofía ‘do it yourself’ o ‘hágalo usted mismo’. En 1988 un número especial de Whole Earth titulado Signal y subtitulado Communication Tools for the Information Age, trató por entero de la relación entre filosofía y tecnologías de la información, con lo que el interés de la contracultura por la tecnología quedaba patente de nuevo. Los principios de ésta seguían siendo los mismos: la expansión de la consciencia y la autorrealización, pero las herramientas para alcanzarlos cada vez eran más complejas y las posiciones más extremas. El rechazo a todo lo que oliera a paternalismo gubernamental, la exaltación de la iniciativa personal y el cuestionamiento de toda autoridad, estaban ganando enteros a pasos agitados al espíritu comunitario y tribal de los años sesenta. Estos principios, paradójicamente, coincidían en ciertos aspectos con las políticas neoliberales que estaban siendo aplicadas tanto en Estados Unidos, bajo el gobierno de Ronald Reagan, como en el Reino Unido, presidido por Margaret Thatcher y, así, neoliberalismo y contracultura se encontraron a mediados de los años ochenta. Como explica Gere: «It might seem at first that, both in theory and in practice, neo-liberalism would be at odds with counter-cultural thinking. But in fact, as remarked before, there is a remarkable degree of consensus. Both neo-liberalism and the counter-culture elevated the individual over the collective. Both also proclaimed the necessity of freeing the individual’s capacity to act from the tyranny of organizations and bureaucracies […] In a curious way, the pursuit of neo-liberal policies is also the triumph of counter-cultural ideas. Another shared characteristic is a believe in the positive power of  information technology» (2008, p. 144).

El neoliberalismo también depositó -como hizo parte de la contracultura- una confianza ciega en las posibilidades de la tecnología para llevar a las sociedades democráticas liberales a otro nivel, donde un sistema económico más flexible, dinámico y adaptable -gracias a las tecnologías de la información y la comunicación- pudiera responder ante las futuras crisis donde el capitalismo fordista-keynesiano había fracasado. Un ejemplo perfecto de los puntos de conexión entre contracultura y neoliberalismo lo encontramos en Apple. La compañía de los Steves (Jobs y Wozniak) representa perfectamente la exaltación del capitalismo emprendedor, del individualismo frente a la tiranía de las organizaciones y la burocracia, del hedonismo -manifestado en el diseño de sus productos y en sus campañas de marketing- y, por supuesto, la visión positiva de las tecnologías. Es decir, manifiesta la impecable simbiosis entre contracultura y capitalismo. Además, el círculo se cierra por el otro lado con la asunción de las teorías cibernéticas por parte de la economía neoliberal, tal y como también hizo la contraculta. Si ésta consideraba la cibernética como un campo digno de ser explorado en su énfasis por expandir la mente humana, el neoliberalismo tomará la idea de autorregulación de los sistemas complejos como metáfora para describir el funcionamiento de los mercados, los cuales ostentarán los mecanismos necesarios para regularse espontáneamente de la mejor manera que garantice su funcionamiento de acuerdo a las circunstancias concretas, tal y como haría un sistema autopoiético. Así, la intervención de un elemento ajeno a ellos, por ejemplo, el Estado, siempre significará una rémora para la fantasía cibernética de la autorregulación.

Además, los siguientes años dejaron entrever el dinamismo de la incipiente cultura digital, una característica esencial de la misma: su tendencia al cambio continuo, a la evolución permanente sin visos de objetivo alguno. Ya desde de los años setenta, se empieza a fraguar un movimiento contracultural dentro de la cultura informática surgida en torno a Silicon Valley, el ya mencionado hacking. Si bien, ciertos aspectos de la contracultura, llamémosla ‘clásica’, se hacen visibles durante los años ochenta, es decir, son asumidos por la cultura dominante, justificando el carácter renovador que como subcultura tiene la contracultura; algunos individuos muchas veces vinculados al movimiento hacker, que, por otra parte, asumieron, en general, el sistema de valores y expectativas de la cultura informática, reaccionan frente a ella reclamando una visión extrema de ciertos principios de la misma, tales como la no injerencia y la libertad de expresión, posicionándose así en el ala más extrema de la contracultura digital. De esta forma, las posturas libertarias, con mucho en común con aquellas que apoyan un capitalismo extremo laissez faire, se multiplican enre los que, ya en ese momento, estaban planteando la posibilidad de un universo digital ajeno a las injerencias gubernamentales y regulado, sólo, por los límites de la libertad individual y los pactos entre individuos.

En ese sentido, es importante distinguir claramente entre liberalismo y libertarismo o libertarianismo (del inglés libertarianism). La Enciclopedia de Filosofía de Stanford (http://plato.stanford.edu/entries/libertarianism/) define el libertarismo como la corriente política que defiende, por encima de los demás, el derecho a la libertad individual y a la propiedad privada, reduciendo al Estado a garante de esas libertades. La concepción de la libertad del libertarismo es negativa, es decir, la libertad se define por la falta de coacción, y tiene su límite en la libertad de los demás individuos. De esta forma, la diferencia entre el liberalismo y el libertarianismo, si bien se puede considerar éste último como una versión extrema del liberalismo, estaría en el papel del Estado, encontrándose en el libertarismo absolutamente limitado a la defensa de la libertad individual y la garantía del cumplimiento de los pactos privados entre individuos; mientras que, de acuerdo a las teorías liberales, podría asumir más papeles dependiendo de la corriente, entre las múltiples posibles que el pensamiento liberal ha dado, como, por ejemplo, el desarrollo de infraestructuras públicas y, por tanto, la necesaria recaudación de impuestos para llevarlas a cabo.

Así, los movimientos libertarios dentro de la cultura digital se han centrado en la defensa de la libertad de expresión y la no intervención del Estado, sobre todo, en el ámbito de las redes de comunicación digitales. Por ejemplo, la Electronic Frontier Foundation, fundada por varios desarrolladores de software y un ex-miembro de la banda de rock Grateful Dead, defiende incluso la libertad de los hackers o crackers que llegan a violar la ley. De esta forma, la confluencia de las teorías cibernéticas, las neoliberales y libertarias, y el creciente desarrollo de las tecnologías digitales, así como de su importancia social y cultural, han llevado a ciertos grupos y personalidades, directamente conectados con Silicon Valley, y adscritos ya muy tempranamente a la cultura digital -estamos hablando de la década de los noventa-, como pueden ser Kevin Kelly, fundador de la prestigiosa revista Wired y antiguo publicista de Whole Earth Catalog, Nicholas Negroponte, también fundador de la revista y director del MIT Media Lab, uno de los think tanks sobre diseño y nuevos medios más importantes del mundo, o George Gilder, prestigioso inversor, político y autor en torno a la reformulación de la economía de acuerdo a la leyes de la información prescritas por Alan Turing y Claude Shannon, a sostener posiciones que partiendo de la autorregulación propia de los teorías cibernéticas, vaticinan un futuro mediado por las tecnologías de la información; posiciones, por tanto, cercanas a un determinismo tecnológico de corte neoliberal. Estos planteamientos entienden que las sociedades -y más concretamente, los mercados- han de autorregularse así mismas, sin intervención estatal, a través de sus mecanismos naturales de autogobierno, que vendrían determinados por el conjunto de decisiones libres de los individuos que las componen, las cuales no devendrían en caos, puesto que, asumiendo los planteamientos de las teorías de la complejidad, de ese entramado de actuaciones surgirá, de forma natural, un patrón, una lógica, que determina el desarrollo social. Así, si la sociedad actual está mediada por el desarrollo tecnológico, éste será inevitable en su forma, puesto que responde a la lógica que hay detrás del desarrollo social, una lógica, en cierto sentido, natural, lo que justifica ese mencionado determinismo tecnológico respecto de estos planteamientos. Ésta es la ideología que Richard Barbrook y Andy Cameron denominaron como ‘ideología californiana’ en su famoso artículo The Californian Ideology (1995).

Es importante resaltar con ejemplos de este tipo, la complejidad y dinamismo de los sistemas culturales de valores y expectativas que caracterizan la cultura digital. Aquí, sólo podemos poner algunos ejemplos, los más relevantes, pero lo importante es comprender como la contracultura americana surgida a finales de los sesenta ha influido determinantemente -junto con la rapidísima penetración de las tecnologías digitales-, en la configuración de la llamada cultura digital, y como su primigenio espíritu de oposición, de renovación y dinamización cultural, todavía sigue produciendo movimientos subculturales que reaccionan posicionándose ante aquello con lo que no están de acuerdo, los cuales contribuyen a caracterizar a las culturas inmersas en la revolución digital, como parte de las más dinámicas que ha conocido la historia de la humanidad.